Irene, la primera bebé trasplantada del mundo en recibir un tratamiento celular producido a partir de un órgano que hasta ahora se desechaba

Un equipo del Gregorio Marañón ha creado una terapia con células T reguladoras extraídas del timo, entre el esternón y el corazón, que hasta ahora se retiraba durante la cirugía para reemplazar el corazón, y que podrían ser la solución al rechazo en los trasplantes.

Cuatro operaciones, dos ingresos en UCI, una intubación, cinco días conectada a una máquina que respiraba y oxigenaba su sangre por ella y un trasplante de corazón. Eso acumula Irene en toda su vida: tiene 20 meses. Nació en marzo de 2020, con la llegada de la pandemia, y hasta ahora ha pasado un tercio de ese tiempo en el Hospital Gregorio Marañón, en Madrid. Una mañana de finales de este noviembre también está en el centro, pero solo ha acudido de visita: abre, hojea y cierra libros, se va sujetando de una silla a una mesa, de la mesa a la pierna de su madre, y de ahí a una estantería para llegar hasta el sillín de una moto más grande que ella a la que pide con ruiditos, pero con autoridad, que la suban. Esta bebé que no deja de mirar, sonreír, chapurrear y tocarlo todo durante una hora es la misma de la que sus padres se han despedido dos veces en el último año, dos noches en las que pensaron que era la última noche. Y es también la primera niña en el mundo que ha recibido un nuevo tratamiento a partir de sus propias células nacido en los laboratorios de ese gran hospital para regular la respuesta del sistema inmune, evitar el rechazo del trasplante e intentar conseguir que ese órgano sea para siempre.

“Es algo que mucha gente no sabe, que un trasplante puede no ser para siempre, nosotros no lo sabíamos”, dice Juan, el padre de Irene, un ingeniero madrileño que lleva en las notas del móvil cada fecha y cada llamada de los médicos desde que comenzó todo. Y fue enseguida. “Rechazaba las tomas, se fatigaba, no cogía peso”, enumera. La pandemia lo hizo más complicado: centros de salud y hospitales blindados para contener el virus, la población confinada para evitar la transmisión, miles de enfermos que necesitaban atención urgente, el colapso del sistema sanitario. “Casi todo era por teléfono, sobre todo al principio, aún así le hicieron muchísimas pruebas. Iba yo más al centro de salud que ella, le cogíamos las muestras en casa y yo las llevaba”, recuerda. Nadie sabía qué ocurría. Hasta el 10 de agosto.

Ese lunes, María, la madre, se fue con Irene a Urgencias: “Llevaba muchas horas sin comer y la ingresaron por deshidratación”. Una vez en planta, se dieron cuenta de que no respiraba bien y cuando el aporte de oxígeno que le pusieron no fue suficiente, la trasladaron a la UCI. Por protocolo, explica el padre, le hicieron una placa y “fue entonces cuando vieron que el corazón no era como debía”. Cerrando el puño, la cardióloga pediátrica Manuela Camino cuenta que era “demasiado grande”. Una cardiopatía —la patología congénita más frecuente en España, que afecta a alrededor de ocho de cada 1.000 recién nacidos— que hacía que ese músculo tuviese el tamaño de una naranja, “cuando debería ser más o menos como una ciruela pequeña”. Su movimiento, además, “era asíncrono, y eso hacía que nunca volviese a su tamaño normal”.

María llamó a Juan. “Me dijo ‘ponte a rezar porque le han visto algo muy grave, la tienen que sedar y no saben si va a despertar”, cuenta él mientras mira a su mujer y a su hija en el suelo de esa sala del Materno Infantil del Marañón entre libros, dibujos y juguetes. Salió disparado para el hospital y entró a la UCI junto al capellán del centro: “Somos creyentes, y si Irene se iba, queríamos que fuese bautizada. Nos habían dicho que podían ser días u horas”. Consiguieron estabilizarla, pero comenzó lo más difícil.

La noche más larga

Pasó por una intubación a causa de una infección a principios de septiembre. Dos semanas después, por una primera cirugía para hacerle un banding pulmonar, un estrechamiento de la arteria pulmonar para reducir el flujo de ese órgano. Por una segunda, urgente, horas después. Cinco días más en ECMO [una unidad de oxigenación por membrana extracorpórea, que oxigena la sangre y respira por el paciente]; “con el pecho abierto, mal, muy mal, fue la peor noche de nuestra vida, la que ves claramente que se puede morir”, dice Juan mirándose las manos. Y de nuevo por quirófano, ese mismo mes, para colocarle un resincronizador, un marcapasos especial que hace que los ventrículos se contraigan al mismo tiempo.

Y en medio de aquellos días, en los que Juan y María solo adivinaban los ojos de Irene en medio de vías y tubos y en los que hacían malabares para trabajar y quedarse en casa con sus otros dos hijos —Gonzalo, de seis años, y Martina, con cuatro—, llegó la propuesta de incluir a la bebé en el ensayo. “Nos sentaron en ese sofá”, explica Juan señalando el mueble blanco al otro lado de la habitación: “Nos contaron todo, cómo era el estudio, que era algo que nunca se había hecho, y nos dieron un rato para pensarlo. No nos hizo falta. Después de todo lo que pasó esos días y sabiendo que el trasplante no es para toda la vida, te viene alguien y te dice que un nuevo tratamiento podría conseguir que dure para siempre, ¿y cómo le vas a decir que no? Dijimos que sí. No teníamos nada que perder”.

Una noche de octubre de 2020, Juan y María estaban en misa. Sonó su teléfono: había un donante. A Irene iban a cambiarle su corazón de naranja por uno de ciruela. Juan recuerda la tranquilidad que les dio el cirujano, que fue un “regalo”: “Nos dijo ‘me tomo un café y le hago el trasplante’”. Incluso así, para ambos fue “la noche más larga”.

En aquella operación, como en todas las cardiacas, los cirujanos extrajeron el timo, un órgano que se ubica entre el esternón y el corazón, para poder acceder correctamente al corazón. Pero en lugar de tirarlo, como siempre se ha hecho, lo guardaron como un tesoro para dárselo después a Rafael Correa, el director del Laboratorio de Inmuno-regulación del hospital. Porque ese tejido tímico, eso que normalmente acaba en el contenedor de residuos, es la fábrica donde el cuerpo produce las células que han sido la clave en la investigación del equipo de Correa.

Las células de la diplomacia

En los últimos años, varios estudios científicos han demostrado que el sistema inmunológico tiene un mecanismo propio de regulación o tolerancia en el que trabajan esas células que produce el timo: las T reguladoras (Tregs), que, como indica su nombre, regulan, controlan y reducen las respuestas inflamatorias inadecuadas. “En contraposición”, explica el facultativo, “están las efectoras (Teff), las que atacan ante una amenaza”. Si el sistema inmune fuese un gobierno, las Treg serían la diplomacia y las Teff, el ejército. Y en este caso, la cuestión era encontrar el equilibrio.

¿Por qué? Porque los trasplantes son “uno de los grandes hitos de la medicina, pero sigue sin ser una solución definitiva por el rechazo inmunológico que existe, y que no significa que nada funcione mal, sino que nuestras defensas están cumpliendo su función correctamente”, explica. Un órgano en un cuerpo que no es el suyo es un elemento extraño al organismo, y como tal, si todo funciona bien, este se defiende: “Por eso, que un trasplante sea para toda la vida es como el santo grial en este campo”.

Aunque es muy variable, se calcula que en los tres primeros años, en la mayoría suele haber entre un 10 % y un 20% de rechazo agudo —”que no siempre significa que se pierda y el paciente muera, a veces se detecta a tiempo y se trata con medicamentos y vuelven a salir adelante”, matiza Correa—. Para quienes tienen reemplazado el corazón, la mediana de supervivencia del trasplante es de unos 15 años: “Es decir, que algo más de la mitad de los corazones se pierden antes de los 15 años”.

Camino, la jefa de la unidad de trasplante cardiaco infantil, ahonda: “Aunque los menores de un año tienen mortalidad precoz, más del 60% están vivos a los 25 años, y su calidad de vida es buena. Cuando el órgano falla, a veces no se puede hacer nada y a veces se puede retrasplantar. Hay niños que acabarán necesitando tres o cuatro a lo largo de su vida”.

Para intentar mitigar eso, se usan los fármacos inmunosupresores, es decir, medicamentos que bloquean al sistema inmune para que no haga lo que tiene que hacer, defenderse. El problema es que no solo inhibe la respuesta frente al órgano trasplantado, sino a cualquier otra cosa, como puede ser una infección. “Por eso, esta tampoco es una solución definitiva, y desde hace años se buscan alternativas menos agresivas y más eficaces”, dice Correa. Su equipo llevaba seis años haciéndolo.

Tregs “recién hechas”

Como ellos, muchos equipos más en el mundo, están intentando encontrar la forma de hacer lo más eficaces posibles a esas células diplomáticas. Pero los ensayos hasta ahora, seguros porque emplean las células del propio paciente, no han dado los resultados esperados, porque todos han estado trabajando con Tregs extraídas de la sangre de los pacientes.

Por un lado, cuenta Correa, las Tregs que se consiguen de la sangre de los adultos “están envejecidas y son pocas”, porque el timo funciona sobre todo en la infancia y va decayendo cuando llega la adolescencia, cuando ya ha fabricado todas las que tenía que fabricar para el resto de la vida. Los adultos, “mantienen ese ejército haciendo que se dividan, pero a medida que pasan los años y se dividen, envejecen, igual que nosotros”. Y en niños “es una terapia inviable porque a un paciente pediátrico no puedes extraer mucha sangre, por lo que el volumen de Tregs que se pueden conseguir es bajísimo, no tiene sentido”.

En un bebé, con la sangre que se le puede sacar, se consiguen alrededor de un millón de Tregs; en un adulto, con medio litro, 40 millones (apenas para una dosis de tratamiento); con el timo, 10.000 millones de reguladoras. Y al timo encaminaron sus esfuerzos Esther Bernaldo de Quirós, Marjorie Pion y el resto de este equipo que ha abierto un nuevo camino en la ciencia. “Y nos dimos cuenta no solo de que era posible, sino que la calidad y la cantidad eran increíbles. ¿Tiene sentido, no? Cogerlas de la fábrica, recién hechas. Pues no se había pensado nunca”, cuenta el inmunólogo. Lo hicieron ellos. Y los padres de Irene dijeron “sí”.

Sí a que se convirtiera en la primera bebé en el mundo en recibir terapia con células Tregs y la primera persona en el mundo en recibirla con Tregs del timo (thyTreg). Con ese sí, unos días después de la cirugía, el equipo de Correa colgó una pequeña bolsita transparente al lado de la cama de Irene, le engancharon una vía, y el tratamiento entró en el torrente sanguíneo de esa niña que apenas pesaba cinco kilos. “Una vez ahí, las células patrullan por el organismo y donde haya activación, inflamación, van y ejercen su función: regular esa inflamación”.

Un año después, Irena ya roza los nueve kilos y durante todos estos meses “no ha habido ni un signo de rechazo, el corazón está precioso y funciona de maravilla”, cuenta Camino, la cardióloga. Y Correa explica que durante esos primeros 12 meses, justo el periodo de más incidencia del rechazo, lo normal es una caída de las células reguladoras: “Obviamente porque se retira el timo, y por los fármacos inmunosupresores que tienen que tomar, que afectan también, entre otras cuestiones porque cuando se desarrollaron estos medicamentos no se conocían las Tregs, por lo que no se pudieron tener en cuenta a la hora de hacerlos”.

Normalmente, al año tras el trasplante, bajan a la mitad de las que debería haber en condiciones normales, “en Irene no solo no se han perdido, sino que han aumentado entre un 20% y un 30%”, cifra el especialista. “Y aunque son resultados preliminares, hay que hacer un seguimiento de tres años, son niveles altísimos”.

María, que orbita alrededor de su hija, con el cuerpo y con la mirada, piensa ahora en qué fue lo peor: “Verla sufrir, sedada, llena de cables y tubos, en la UCI, sin saber cómo iba a acabar aquello”. Se calla unos segundos, levanta las cejas: “Y ahora así. No esperábamos verla así tan rápido. Así. Mírala”.

Los futuros posibles de las Tregs

Aún es pronto y Rafael Correa, el director del Laboratorio de Inmuno-regulación del Gregorio Marañón, insiste en ello. Todo es preliminar y está en estudio, pero la idea es que las células reguladoras, las que controlan las respuestas inflamatorias del sistema inmune y que se generan en el timo –un órgano entre el esternón y el corazón–, sirvan para evitar el rechazo en los trasplantes cardiacos y, además, en sustituciones de otros órganos y con otras patologías. 

Para extraer el timo hay que abrir el tórax. Al trasplantar un corazón, no queda más remedio, y ese órgano, además, tiene que ser retirado para poder hacerlo. Por eso se aprovecha. La cuestión es si compensa llevar a cabo ese procedimiento cuando la cirugía no es cardiaca. Junto al hospital de La Paz, están investigando si puede hacerse con los trasplantes de pulmón. “Como también hay que abrir el tórax, estamos viendo si puede extraerse un trocito de timo para producir esas células”. 

“Se descartan al año muchos timos con los que se podrían hacer dosis terapéuticas para emplearlas en multitud de pacientes”, dice Correa. A partir de un solo órgano, se pueden producir cientos de dosis: “Estamos estudiando también si pueden guardarse y poderlas utilizar después en otros pacientes, niños y adultos, al ser células recién fabricadas, están todavía inmaduras y no expresan aún los marcadores propios del organismo en el que se producen, por lo que son “invisibles” a cualquier otro sistema inmune”. Es decir, que otro cuerpo no las vería como un “elemento extraño”. 

Incluso a pacientes de coronavirus. Desde junio de 2020, el laboratorio que dirige Correa participa en una investigación europea junto a otros hospitales para investigar inmunoterapias celulares para hacer frente a la covid, entre ellas, las Tregs. “Ya que estas células suprimen la inflamación, que es la principal causa de mortalidad dentro de los enfermos más graves de covid, los críticos”.

Fuente: elpais.com